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Oswaldo Guayasamín: Una obra de sentimientos

El Museo del grabado de Ribeira acoge la exposición Emociones compuesta por veinte litografías del pintor ecuatoriano Oswaldo Guayasamín (1919-1999), conocido como el Picasso latino, pero a diferencia del mítico pintor, no inventaba formas, no buscaba nuevas aportaciones sino un arte ligado al dolor del hombre. A través de una variada iconografía femenina se recogen hondos sentimientos humanos tan universales como la acidia, tan dulces como la ternura o el amor expresado en la maternidad. Expresiones más agrias, de tristeza o de desesperación, es lo que expresan unas manos a través de sus gestos o el tono de una boca y ojos exageradamente abiertos. No falta la resignación o el lamento de figuras viviendo sus penas, retratadas en su dolor y miseria, cuando no en el grito explícito, siempre para denunciar el mal que aflige a la comunidad. Y todo para herir, arañar y golpear en el corazón de la gente que es lo que Guayasamín pretendía con su arte.

Otros momentos de concentración o melancolía se dan cita no sólo en estos grabados sino en las series más emblemáticas de su producción, asumiendo el temperamento contemplativo popularizado por Durero en su conocida Melancolía o por Miguel Ángel en su Pensieroso, en el que exaltaba la vida contemplativa. Pero a diferencia del renacentista, Guayasamín nunca se fue por el mundo de las ideas sino por contemplar el tiempo que le tocó vivir. Precisamente el siglo XX no fue un siglo de luces sino más bien de sombras. Ese sentimiento melancólico flota en muchas de sus obras, donde el autor se regodea en ese ensimismamiento en el que embarga sus figuras, tal vez para ignorar un presente que anula la pretendida felicidad.

Estamos ante una obra fuerte pero hermosa porque habla de sentimientos humanos, de espíritus soñadores o utópicos expresados en la comunión de la mujer con su guitarra, que se refugia en la música para no pensar o el propio sueño que puede derivar en descanso o en turbador, como delata la postura de un desnudo en posición arrodillada. La pereza es otra condición humana que se reproduce en las escenas para señalar esa posición menesterosa que muchas veces adoptamos antes de tomar consciencia de una realidad que no nos gusta.
Porque, efectivamente, la realidad que lo tocó vivir fue tremendamente cruel, de lucha del hombre contra el propio hombre, de los campos de concentración, bombas atómicas, guerras civiles y mundiales que arrastraron una cadena inacabable de sufrimientos. Esas monstruosidades cometidas por el hombre, o sobre él, fueron el leitmotiv de sus pinturas. Su legado fue un recuerdo vibrante de esa crueldad del individuo contemporáneo para el que deseaba nuevas formas de vida.

Como ecuatoriano, plasmó todos los dolores de una raza golpeada, machacada pero capaz de resucitar de entre sus tinieblas. Empezó con la temática indigenista a la que dedicó una larga serie de más de cien obras titulada Huacayñán (camino del llanto) de 1945-52. Serie que lo catapultó a la plástica mundial por su actitud implacable y feroz con la tragedia de centurias de explotación a los indios, su raza.
La importancia de su figura fue fundamental porque iniciaba una postura ideológica y pictórica que predominó en América Latina y marcó la tendencia del realismo social. Una obra humanista, expresionista, que recogía el mejor legado del expresionismo europeo, del muralismo mexicano, pero también del Greco, de Picasso o Goya y Paul Klee en el color. Con ella se daba a conocer en EE UU, Europa y América que lo encumbran como uno de los artistas más importantes de su tiempo.

En años posteriores pintó sentimientos universales y cósmicos. Se volcó en plasmar la violencia humana de otras latitudes, como demuestran los temas tratados en los cuadros de su segundo gran trabajo, compuesto por 260 obras y titulado la Edad de la ira, pintados entre 1957 y 1982. Ahí, como en un tren de los horrores, recorren los raíles del siglo las peores calamidades: Camboya, Vietnam, Hiroshima, Biafra…
Males que él plasma en cuerpos desgarrados, rostros lívidos, demacrados, gestos de miedo que salen de su figuración, a la vez que son vocablos de sus cuadros para hablar siempre de hombres no resignados, que ponen su esperanza en el amor. El autor siempre pretendió con su obra pictórica, escultórica o gráfica una sociedad más justa y soñó con la esperanza de una vida mejor para los desposeídos. Por eso su obra nos suena tan actual y comprometida. En su trabajo hay una busca de libertad, una esperanza en la utopía, de ahí el colorido. Una pintura de protesta, pero a la que no le falta ternura. Pablo Neruda, amigo personal, dijo de él que conformó la Cordillera de los Andes de la pintura americana, junto a los nombres de Orozco, Rivera, Portinari y Tamayo.

Su última gran obra quedó inconclusa, la Capilla del Hombre. Quería concentrar los gritos y las esperanzas, la ira y la ternura del tiempo que le tocó vivir. La esperanza de paz es la que lo sostenía. Un artista notario de su tiempo, porque no sólo pintaba sino que daba fe de lo acontecido. Nosotros damos fe de que en un pueblo tan pequeño como Artes se atesoran obras, fondos gráficos de los mejores artistas del arte universal, que es obligatorio conocer a través de los amplios catálogos que posee y de exposiciones como la presente. Así podemos entender mejor el mundo que nos ha tocado vivir.

01 abr 2017 / 21:14
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